La carrera más larga de Chelsea Sodaro: su camino hacia la salud mental
Para la más reciente ganadora del Campeonato Mundial de Ironman, la máxima “mente sana en cuerpo sano” incluye una enorme cantidad de retos.
En octubre del año pasado, Chelsea Sodaro, una novata en el campeonato mundial de triatlón, logró el título máximo de ese deporte tan agotador. Sodaro, quien en ese entonces tenía 33 años y era madre de un niño de 18 meses, se convirtió en la primera mujer estadounidense, en un cuarto de siglo, en ganar el Campeonato Mundial de Ironman, celebrado en Kailua-Kona, Hawái. Su historia se volvió viral en el mundo de la resistencia física y suscitó gran atención y ofertas de patrocinio con las que ni siquiera habría soñado unas semanas antes.
Pero, justo en ese momento, su vida empezó a desmoronarse.
De pronto, una mujer con una condición física y una fortaleza mental tan férrea como para nadar, andar en bicicleta y correr victoriosa a lo largo de 226 kilómetros a través de mares ondulantes y las calientes rocas volcánicas de la Isla Grande de Hawái, luchaba para poder ir al supermercado sin caer en pánico.
Después de un invierno escabroso, Sodaro se preparaba para participar por primera vez como campeona mundial de Ironman, en el Ironman 70.3 Oceanside, al sur de California [competencia celebrada el 2 de abril y donde quedó en segundo lugar]. Sin embargo, aunque el mundo de la resistencia física se imaginaba que estaría disfrutando de la gloria, Sodaro, de hecho, se preguntaba cómo podría volver a competir… o incluso cómo lograría llegar al final del día.
“Se me dificultaban las cosas más básicas”, comentó durante una entrevista a inicios de marzo.
Se supone que los triatletas profesionales son la apoteosis de la fuerza humana y la buena condición física, los perfeccionistas por excelencia que cuidan a conciencia cada brazada en la piscina, cada pedaleada, cada paso en la carrera, cada bocado de comida. Reducen sus vidas a una serie de números que aparecen en aparatos durante incontables horas de entrenamiento en el agua, en carreteras, en casa y en la sala de pesas.
Sodaro había hecho todo esto, confiada con las rutinas y métricas que la hacían sentir exitosa y en control. Su búsqueda casi constante de la perfección mensurable la había llevado a ese glorioso último tramo de la carrera a pie en Kona, donde alcanzó una ventaja de casi nueve minutos sobre su competidora más cercana, hasta que pudo ver a su hija, Skylar, esperando al otro lado de la línea de meta.
Pero, acto seguido, la carrera terminó y la vida volvió a comenzar. Era una nueva existencia llena de oportunidades en apariencia ilimitadas y todo se sentía fuera de control. Fue justo como esas semanas oscuras tras el nacimiento de Skylar. En ese entonces, Sodaro mitigó su ansiedad y depresión con endorfinas mientras hacía de tripas corazón para realizar los duros entrenamientos. Sin embargo, en esta oportunidad, esa estrategia no funcionó. Y Sodaro no tenía ni idea de cómo ponerle fin a la ansiedad ni de lo que podría pasar si no lo hacía.
El entrenamiento como terapia
La primera vez que Sodaro sintió que había fracasado en algo grande fue en 2016, cuando no logró clasificar en las pruebas de atletismo del equipo olímpico de Estados Unidos. Llevaba cuatro años aspirando a formar parte del equipo, desde que se graduó de la Universidad de California, campus Berkeley.
Su marido le sugirió que probara con el triatlón. Durante su tiempo en Arizona, en su preparación para las pruebas olímpicas, Sodaro había amado el entrenamiento combinado (cross training). De joven había competido en natación. Así que se mudó a San Diego, un paraíso para los triatletas, y empezó a entrenar con un equipo profesional. En menos de dos años, ya estaba cosechando triunfos en carreras de Medio Ironman.
Según Sodaro, la siguiente oportunidad en la que sintió que estaba fracasando en algo importante fue en 2021, cuando no lograba que su hija lactante amamantara de manera apropiada.
Sodaro, quien ya era una persona ansiosa, mencionó que su ansiedad aumentó de manera significativa durante el embarazo. Por primera vez, su ansiedad, la cual siempre había gestionado con su afán perfeccionista de control, se convirtió en algo más que sentirse “muy estresada”. Durante el tercer trimestre, comenzó a sentirse nerviosa en espacios cerrados. Una vez salió corriendo de la piscina porque no pudo soportar estar en una zona cercada.
Después del nacimiento de Skylar en marzo de 2021, las cosas empeoraron para Sodaro, pues su hija tuvo dificultades para lactar y ganar peso. Sodaro contó que ella y su marido iban al consultorio del pediatra cada dos días para los pesajes y consultas sobre la lactancia. Cuando sus hormonas se convirtieron en una montaña rusa posparto, Sodaro recordó que en ocasiones, cuando estaba sentada en la sala de espera del pediatra, rompía a llorar.
“Sentía que era una persona capaz y que esto era algo que debía lograr”, dijo. “Nunca he trabajado más duro en mi vida que en intentar dar pecho”.
Se reveló que el problema era que Skylar tenía una alergia a las proteínas de la leche que le exigía a Sodaro hacer algunos cambios importantes en su propia dieta, así como una anquiloglosia posterior, es decir una banda de tejido ubicada debajo de la lengua que puede impedirle al bebé aferrarse bien al pecho, lo cual hace que la lactancia sea casi imposible. Tras seis semanas prácticamente sin dormir, Sodaro siguió el consejo de su médico y empezó a darle biberón a Skylar.
También comenzó a entrenar pero, con la ansiedad por las nubes y las hormonas desequilibradas, casi no disfrutaba su trabajo. Probó con terapia, pero se sintió juzgada, en especial cuando se resistía a tomarse su medicamento porque temía que perjudicara su rendimiento atlético. Sodaro se sentía tanto una mala triatleta como una mala madre y su ansiedad se disparó.
Temía estar en lugares públicos donde sentía que ella o su hija podrían estar en peligro. Tenía un miedo muy específico de quedar atrapada durante un tiroteo masivo con Skylar. Muchos padres vigilan a sus recién nacidos por la noche durante las primeras semanas para asegurarse de que estén respirando, pero Sodaro afirmó que hizo eso “durante casi todo el primer año de vida de Skye”.
Buscó refugio en el entrenamiento, en un entorno que sentía que podía controlar y en el que se le recompensaba por superar a la fuerza los desafíos físicos.
Había estado trabajando con un nuevo entrenador, Dan Plews, un pionero extriatleta que supervisa el entrenamiento de media decena de competidores de élite desde su casa en Nueva Zelanda.
Sodaro había contratado a Plews debido a su enfoque en la fisiología; su estrategia centrada en datos, basada en mediciones de la variabilidad del ritmo cardíaco, sacaba su cerebro y sus emociones del entrenamiento. Plews le dio metas, y Sodaro intentó lograrlas. Plews también era padre de niños pequeños, lo que significaba que no le perturbaban en absoluto los cambios emocionales de una madre primeriza, ni sus dificultades para amamantar u orinar en sus pantalones cortos de entrenamiento durante las carreras.
Conforme se acercaba el primer cumpleaños de Skylar, tanto los números de Sodaro como su placer en los entrenamientos empezaron a mejorar. En junio, en Hamburgo, terminó en cuarta posición en su primera competencia completa de Ironman, con un tiempo de 8 horas, 36 minutos y 41 segundos, el debut más rápido de una mujer estadounidense. En agosto, tuvo una actuación inferior en una competencia, pero en septiembre se entrenó a la perfección en Hawái y se presentó en la línea de salida de su Campeonato Mundial con la sensación de estar a punto de lograr algo especial.
Sodaro miró al cielo al principio de la etapa de natación y vio un arcoíris. Durante la carrera a pie, cuando su ventaja se amplió a siete y luego a ocho minutos, se obligó a no pensar en ganar, sino a disfrutar el momento y no bajar el ritmo.
Fue un día de muchas decisiones buenas. Lo que menos tenía en la cabeza era que pronto le costaría incluso tomarlas.
Recaída y recuperación
Sodaro sabe que los catalizadores de su recaída hacia una ansiedad incapacitante eran cosas por las que su competencia mataría por tener: una avalancha de solicitudes de prensa, ofertas de patrocinadores y otras oportunidades de dinero y atención. Tanto trabajo duro y tanta suerte le habían traído esta buena fortuna, pero Sodaro se había convencido de que podía desperdiciarlo todo con una mala decisión.
La vida empezó a parecerle insegura de nuevo. Intentó entrenar, pero fue inútil. El supermercado volvió a ser un lugar aterrador. La idea de volar la petrificaba. Pensó en el suicidio, aunque nunca llegó a planearlo.
“Sentía que mi vida estaba completamente fuera de control”, afirmó.
A inicios de enero, su marido y sus padres, quienes le habían dicho que buscara ayuda desde que Skylar tenía seis semanas, vieron que Sodaro volvía a estar muy mal. Le dijeron que eso no era normal, que no tenía por qué vivir así.
Sodaro llamó a Plews entre lágrimas y le dijo que necesitaba tomarse un descanso y que no sabía cuánto duraría. Plews le dijo que hiciera todo lo que necesitara.
Sodaro encontró un psiquiatra que le diagnosticó un trastorno obsesivo-compulsivo y le recetó una dosis baja de ansiolíticos que no infringieran las reglas antidopaje ni entorpecieran su rendimiento atlético. El diagnóstico le produjo tanto alivio como desesperación, debido a los estigmas relacionados con la terapia y la medicación para la salud mental.
La familia de Sodaro le dijo que su cerebro estaba lesionado y que debía tratarlo como cualquier otra parte del cuerpo que necesita rehabilitación. Para Sodaro eso tenía sentido.
Y, mientras miraba a su hija de casi 2 años, pensó en cómo incluso los niños más pequeños captaban las emociones de sus padres. Quería que Skylar la viera como una persona alegre.