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En la noche que se abatió sobre San Cristóbal, el estadio Pueblo Nuevo, otrora crisol de pasiones aurinegras, se sumió en un silencio sepulcral. El Deportivo Táchira, el equipo que porta en su escudo el sol de los Andes, sucumbió por la mínima ante el Flamengo. El gigante brasileño, que, a pesar de todo, en esta ocasión, se encontró con un rival que le plantó cara.
Táchira con sus argumentos futbolísticos le desbarató el guión a la visita, impidiendo que el gigante impusiera su juego, que danzara samba con el balón sin embargo apareció Juninho, quien con su gol, se erigió como el verdugo de la esperanza aurinegra, fue el artífice de la desolación.
No fue una derrota más. Fue un mazazo al alma, un crudo recordatorio de la brecha entre el anhelo y la realidad. El Táchira, con su garra y su coraje, osó desafiar al destino, y por instantes, vislumbró la posibilidad de la gesta. El aurinegro presentó una estrategia disciplinada con orden y por momentos de control que dibujó un equipo capaz de mirar de frente al gigante.
Pero la lentitud, esa vieja enemiga de los sueños, se convirtió en un lastre. Y sólo al sentirse herido, ya en las postrimerías del encuentro, el Táchira despertó, reaccionó, buscó el empate con la furia de quien se niega a la derrota. José Balza, el joven guerrero de la frontera, estrelló su disparo en el poste, un eco metálico que resonó en el alma de cada hincha, ahogando el grito de una ilusión que se desvanecía, la metáfora de un pueblo que lucha contra la adversidad, pero que a veces, sucumbe ante los designios de la historia. El tiempo, ese juez implacable, se convirtió en su peor enemigo.
El silencio que siguió al pitazo final ejecutado por el principal del partido, el boliviano Gery Vargas Carreño, fue ensordecedor. No era el silencio de la resignación, sino el de la reflexión. El silencio de quien se pregunta cómo hacer para que la próxima vez, el balón bese la red, y el grito de gol despierte y ahuyente a los fantasmas de la derrota.
Pueblo Nuevo, en la noche del 3 de abril, no fue un estadio. Fue un espejo de Venezuela, un país que lucha contra sus propios fantasmas, que se levanta una y otra vez a pesar de los golpes. Un país que, como el Táchira, sabe que el fútbol, como la vida, es una batalla constante, donde cada derrota no es sino el rumbo a un nuevo comienzo.
Y así, en el silencio de la noche, mientras las luces del estadio se apagaban, quedaba la certeza de que el camino seguirá . Que vendrán más episodios de esta novela, donde Edgar Fernando Pérez Greco, el técnico aurinegro, como autor, debe regresar la mirada a lo que fue para corregir y buscar con sus protagonistas escribir las páginas doradas de la clasificación. Porque el fútbol, como la esperanza, nunca muere.
Carlos Alexis Rivera CNP 10746